lunes, 14 de septiembre de 2009

Llorar mientras se camina

La cabeza daba vueltas alrededor de un sombrero, giraba y giraba sin detenerse al compás de una sinfonía clásica. El intérprete, un pianista, lloraba sobre el teclado y sus lágrimas ejercían la presión necesaria sobre las teclas para hilvanar la melodía que fluía en aquella pequeña habitación.
Estrellas ejercían de espectadores de la obra de la tristeza. Entre ellas destacaba el río, aguas frías sobre hielo resquebrajado que sostenían el peso del drama. El esmoquin era la prenda preferida y el odio, el accesorio ponderativo. Los ojos en las gradas presentes captaban el murmullo del odio entre un bosque de abetos nevados. Querían y amaban a sus seres queridos cual hojas de papel sujetas por clavos en un corcho de cristal.
La melodía seguía su cauce mientras hacía su aparición un oso dorado de dientes sonrientes que en su parte media se curvaban por el peso de la responsabilidad. Abría la boca y dejaba escapar palabras proféticas de puro hundimiento que asaltaban las murallas de la cordura; que invadían las calles de una ciudad perdida y destruida.
Empezaba la canción de la muerte cercana; los niños entraban corriendo, portando las cuerdas, agarrándolas como si fueran los últimos vestigios de una mirada anhelante que pide agua, vida en medio de un desierto de arena blanca. Empezaron a llenar las bolsas del escenario de fina arena carmesí que salía de la boca de un dios maligno que esperaba la muerte de un mundo caduco; un universo en forma de fruta carcomida por un hombre demasiado hambriento para no probar el néctar. Finalizaron su trabajo y se retiraron a la paz inexistente del exterior inexistente. Querían experimentar un éxtasis que no podían alcanzar a su corta edad; sabían demasiado.
Una solista y un aria malamente entonada. Aparecían recuerdos de un tiempo absoluto en todos los sentidos en el cual la jungla madre atravesaba las raíces del sufrimiento impuesto por la dura tierra oscura, de huesos. La mujer de exquisitas formas se derrumba, la montaña la había vencido y ella no veía otra solución que unirse al llanto ambiental de aquella habitación.
La postrealidad atravesaba a la prerrealidad con frenesí sexual dando lugar al clímax del nacimiento conceptual de una elegía. El muerto era la sombra de un pobre chico que escribía desesperado ante la guadaña luminatia de una amada, el cadáver había estado mucho tiempo allí; aguardaba el momento del juicio poético ante el cual sería sometido por unos versos imperfectos de corte floreciente, unas varas de mimbre que azotarían sin compasión su piel rasgada por los cuchillos de unas harpías vengativas. El instante de la decepción no había llegado, por detrás del llanto se escuchaban unas risas.
La compañía estaba haciendo su aparición, fantasmagórica, demasiado fiel a la inhumana realidad. Las carcajadas brotaban de sus bocas cerradas, selladas por un hilo ausente en un campo de trigo y sujeto por rubíes brillantes que no podían tener claro su función en semejante faz. Se arrepentían de ellas, sentían que sólo servían para alargar el puente que llevaba a Caronte, dios y señor del humor in-mundo, y aún así continuaban con la farsa, dando círculos sobre una tarima de hierro alrededor de un ya inundado objeto de antiguo placer.
El aire cogía el tinte del sagrado mar; color blanco sobre fondo negro, espada que perforaba la materia prima de un espantapájaros. Éste también estaba allí, cortaba trozos de pan sobre una mesa deformada por la erosión del tiempo; joven en aspecto, anciana entrañable. Hundía el cuchillo una y otra vez, aumentando de cada intento la intensidad de sus estocadas; la armadura de aquel austero caballero era impenetrable, la materia no podía colarse ni tan siquiera por las rendijas de su yelmo, éstas estaban cubiertas por savia invisible.
Serafines flotaban sosteniendo estatuas de antiguos héroes trágicos. La muerte había sido inevitable para aquellos hombres; vivían la soledad bajo un techo demasiado ligero. Después de sus consumados destinos les habían surgido alas, habían adorado a sus dioses y disfrutaban visitando los infiernos. Habían cambiado, la transformación era visible entre la paja.
La melodía cambiaba por momentos; a veces alegraba a los tristes, otras entristecía a los alegres. Siempre se reflejaba en los mares del creador; inacabables en cantidad e infinitos en extensión. Él mismo desafiaba las leyes de su mundo, lo destruía por el capricho de una nota y lo volvía a llenar de rosas por el deseo de otra. Un sueño que no podía guardar en su bolsa llena de manzanas era lo que perseguía en una carrera de lluvias intensas. Los truenos caían a ambos lados de su cuerpo, pero él soportaba el sufrimiento del fuego dorado con soltura y valentía. Había llegado muy lejos.
Batallas por todos, sitios. La amistad parecía perdurar en dos pequeños animales. Los nombres de ellos eran parecidos, prácticamente idénticos. Se asemejaban en su aspecto postfísico y en el terreno donde los barcos recogían las velas la igualdad era extrema. Sin embargo, se encontraban al borde de un inmenso acantilado, las rocas estaban encima de ellos a punto de resbalarse, calzaban mocasines de diamante y brillaban como esmeraldas. Se miraron un efímero instante y comenzaron a bailar pues para ellos era dichoso el paisaje.
Una palabra desenfocaba una pantera rodeada por demonios armados con lanzas. El animal estaba a punto de sucumbir ante la envidia pero sus agresores se dieron cuenta de la grandeza de su pelaje, la abrazaron y siguieron volando juntos hacia un pedazo de tierra inhabitada por la felicidad. Ellos serían los encargados de crearla, formarían una familia y darían luz a un hogar que sería recordado a lo largo del tiempo como un templo de oscuridad benevolente en un cosmos de caos aparente. Sus hijos ejercerían de titanes de anchos hombros que sostendrían el peso de las columnas de la firmeza.
Una fábula con larga cola de ratón se asomaba de vez en cuando entre los asientos de los denominados fuegos extintos. La curiosidad picaba su lomo remendado con papeles ensangrentados, restos de la virilidad de un gigante orgulloso. Se alargaba y continuaba picando a todo aquél que consideraba digno de sujetar por días el carro de Helios. Después se encogía, atrapaba los restos de pan que caían sobre el escenario y se alimentaba de ellos en un silencio aterrador que se veía interrumpido seguidamente. Así inauguraba un simple bucle infinito, una cuerda demasiado larga para ser medida que cuando se asomaba ante los ojos de los más infantiles era perseguida sin compasión. Nunca alcanzada.
Un perro insatisfecho orinaba en la esquina del diminuto cuarto ocupado por grandes escobas; de su interior salía exquisito vino halagado por Baco, dios del viento nunca encerrado. Habiendo visto al can y esperando conseguir una gota de sus desperdicios, una anciana de pechos turgentes gritaba y pedía a su dios velador de tumbas frías que le concediera el aspecto de una estilizada gata; la divinidad, disfrazada de domador de hombres, estallaba en alabanzas hacia su petición y a la vez se burlaba de tan tremendas pretensiones: el cuerpo felino era el mayor regalo de reyes que musa como aquella podía imaginar, la avaricia en su estado más puro y salvaje no entraba en su limitada cabeza. La vieja no oía la respuesta de su bien amado pero estaba satisfecha con la contestación.
Las puertas del espacio cerrado estaban en el techo, fuera del alcance de todas las sombras. Siempre iluminadas, ellas eran la salida o entrada a un mundo de pretensiones deshonestas, llantos, risas, sueños y cráneos cadavéricos de pelo raso. Cuando menos se esperaba, un nuevo carruaje hacía aparición entre sus marcos y dejaba a sus pasajeros en el interior del bosque. Aquella vez le había tocado a un elfo, una ventana y un libro. La combinación subhumana de los tres elementos no podía ser medida por los cánones de la balanza impresa en el Espejo, sólo quedaba marginación y un olor a pimienta que hacía estornudar a la dama de blanco e inmaculado vestido.
Ritmo atropellado sonaba bajo el piano. Un salvaje estaba escondido entre las piernas de la nonata plañidera y acompañaba a la melodía de ésta con puro ritmo. Destrucción y alegría sobre un plato adornado con toques de especia translúcida, y ante él un vaso lleno de desesperación. Comida sólo apropiada para estúpidos monarcas vanidosos. Servida en frío era como la comía todo su pueblo; en forma de pensamientos revolucionarios.
Otro murmullo empezó a surgir por toda la sala. La caliente frente de un herrero chorreaba de sudor y el sonido producido por éste al caer era digno de ser escuchado, recordaba a unas trompetas sonando ante la caída de una ciudad escondida entre una cascada y un cuchillo cubierto de entrañas, es decir, no podía traer más que cambio, necesario para que la mente enferma de un caballo inmóvil se diera cuenta de sus potentes capacidades de persuasión, necesario para que una princesa recién rescatada por un lobo sin dientes fuera capaz de besar los cabellos de una madre dispuesta a dar su vida por ella misma y por su reflejo en el agua, necesario para que el poeta que dejaba surgir las palabras sobre el cristal de una luna que caía empezara a rodar en el interior de una rueda acolchada gracias a los pensamientos de toda una humanidad, necesaria para la supervivencia de un deseo que traspasaba el sufrimiento causado por las uñas de una alma sobre el lienzo de un cuadro recién pintado de colores vivos y luminosos, necesario en definitiva, para la vida que vive de sus propias vivencias generadas gracias a su profunda mirada.
Un suspiro entre la multitud por la gran belleza de aquello que cualquier ser esperaba observar al menos una vez en su inexistencia era la única respuesta posible a las suaves formas curvadas que se captaban sobre un suelo de madera quizás demasiado elevado para que existiera fuera de aquel cuarto. Se preguntaron, "¿qué hacemos aquí contemplando el interior de una piedra diminuta rodeada por el cielo?, ¿porqué nunca habíamos sido capaces de darnos cuenta de que el músico mejor dotado es el qué da rienda suelta a sus más íntimos recuerdos y los transforma en movimiento?, ¿somos nosotros, los grandes en un mundo de pequeños, los que en realidad tenemos que abandonar toda esperanza de regresar a casa en una noche de profundo invierno?" El silencio fue la única respuesta, faltaba un último toque de locura que nadie podía aportar para responder a aquellas cuestiones; un definitivo aliento de nube que, cuando las eras pasaron y los pastores descubrieron que sus ovejas estaban recubiertas de oro, surgió espontáneamente de la boca del único que se atrevió a desvelar que existía en esencia.
Había pasado tiempo oculto entre los dientes del pianista, había visitado entre sombras a los enormes astros para que no lo pudieran sentir, se había sentado en el pelaje de osos, perros y gatos; se había sujetado a las alas de los más elevados y de los más hundidos, había morado en el interior de estatuas, cuerdas, cielos oscuros y dioses; había temblado encima de la piel de los tambores y reído junto a falsas compañías. Era un ser que, después de vivir y morir infinidad de veces se había contemplado ante el Espejo dándose cuenta de la terrible tristeza combinada con felicidad que podía alcanzar un mundo que, aunque parecía podrido, estaba más sano que nunca.
Él era un niño, sin duda alguna, pero, ¿hasta dónde?

1 comentario:

  1. Encantoume este texto.
    Penso que é o que máis me gustou de todo o que lin teu.

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