lunes, 5 de abril de 2010

Menta

Se oía la voz lejana, falta de intensidad, como si las montañas taparan su fuerza. El perro se levantó como todas las mañanas, desperezándose y preparándose para un nuevo día lleno de penalidades. Sentía los rayos de sol del amanecer como picas lacerándolo, punzándolo hasta la muerte, y temía la desaparición temprana en la jornada que comenzaba.
Se acercó a la fuente situada metros más allá de su cubil y bebió agua sin sed, rápidamente y con ansia. Sentado, empezó a aullar buscando una contestación de sus compañeros; una respuesta que no llegó. Miró al centro de su Lugar y vio por enésima vez al tótem clavado en el mismo sitio de siempre; rodeado por las mismas piedras de cada día. Llevaba allí desde su llegada, cuando las fuerzas lo abandonaron y se retiró a un descanso merecido, insuficiente.

Temblaba la roca por los golpes cada vez más fuertes; parecía pedir a gritos el cese de su tortura, pero esta no terminaba, la melodía no acababa. Tres hombres vestidos con batas blancas, portando utensilios de madera, daban puñetazos contra la gran piedra escarlata. El sonido de cada choque parecía una nota demasiado grave en un instrumento mal afinado, se asemejaba al grito de una bestia. Mientras los caballeros de blanco continuaban con su actividad, una flauta comenzó a sonar al fondo de la escena, sin ningún intérprete visible, pero con un sonido totalmente puro; cristalino y falto de impurezas.

El pintor cogió su pincel y lo mojó en el color rojo, lo pasó a continuación por el azul y, por último, mezcló todo con un toque de verde. La pequeña brocha colisionó bruscamente contra el lienzo, manchándolo y borrando de él todo rastro de pureza; desvirgándolo tempranamente con colores vivos, de brillo desmesurado. Después de dejar sobre la tela toda su carga de color, el pincel descendió guiado por la mano del músico hasta caer en la pintura blanca; se empapó en ella y volvió a subir hasta el centro del cuadro, donde dejó una pequeña marca que señalaría el principio.

-Tienes un trozo de sal en el pelo; lo ensucia.
- Está en su lugar de nacimiento.
- Pues parece burlarse de todos.
- Se ríe de las palabras.
- ¿Las nuestras quizás?
- Las del mundo que abandonamos hace tiempo.

domingo, 4 de abril de 2010

No intentes saltar por la puerta

Hace días que sólo sueño con duendes de todos los colores. A veces uno azul me enseña el brillo de la hoja de un cuchillo; otras, uno verde me da un abrazo de despedida y hasta algunas, uno rojo me rompe un cuadro en la espalda.
Estoy preocupado con mis sueños de duendecillos por una razón en particular; antes, mientras estaba plácidamente dormido, mi imaginación volaba siempre a un mismo sitio: una habitación pequeña y sin puertas. Dentro de la estancia había un vaso que cada vez que yo soñaba se iba llenando poco a poco. Me acostaba por las noches con el único interés de saber que pasaría cuando el nivel del líquido rebasara el tope máximo, la cota más alta. Todos los días era lo mismo de siempre hasta el momento en que hicieron acto de presencia los gnomos.
¿Es posible que mi cabeza esté sufriendo una invasión por parte de hombrecillos de colorines? ¿Quizás el líquido ya no cabía en el vaso y al caer al suelo nacieron los duendes? ¿O tal vez una pared de la habitación se cayó con el paso del tiempo y ellos estaban esperando fuera? No estoy seguro de la respuesta...
Las noches de los lunes y martes las suele ocupar el de color carmesí. Cada día llevan un cuadro diferente, obras de arte que yo estoy completamente seguro de no haber visto en mi vida. La escena siempre es igual: yo voy caminando por un suelo completamente verde y entonces noto que algo me golpea en la espalda, me giro y veo al gnomo mirándome con los trozos del cuadro roto en la mano; después, todo se vuelve blanco.
Los miércoles siempre aparece el hombrecillo verde, con su cara sonriente. Me encuentro ante una puerta gigante custodiada por tres trozos de piedra colocados verticalmente. Empiezo a leer las inscripciones de su superficie y me doy cuenta de que no entiendo nada. En ese momento, me giro y casi choco con el duende, este empieza a reírse con una cara de absoluta felicidad y me abraza como si fuera la última vez que me fuera a ver; después, todo se vuelve gris.
Los demás días de la semana me asalta la presencia del pequeño ser de color azul. El paisaje que hay a mi alrededor es completamente rojo y liso, sin ningún tipo de doblez. El gnomo simplemente aparece de la nada portando un cuchillo, da siete pasos y pone la hoja extremadamente cerca de mi ojo derecho. El brillo de la parte afilada parece cegarme en un principio, pero, cuando pasan unos instantes, me acostumbro a la luz y la empiezo a mirar de una forma diferente, como si comprendiera por fin su significado, pero sin entender nada en realidad; después, todo se vuelve negro.
Estos sueños empezaron siendo para mí una novedad, un salto de la rutina, pero ahora, justo en este momento, necesito ver otra vez el vaso y el líquido que contiene. Es de vital importancia para mi volver a sentir la sensación de estar en aquella habitación. Cerrada, pequeña y con un vaso.

martes, 30 de marzo de 2010

Poema del andar

Avanzó hasta el final de la calle y se adentró en el camino de tierra en el que desembocaba, el cual estaba rodeado completamente de frondosa vegetación. Andaba a un ritmo tan alto que a mis piernas les costaba mantener el paso, parecía tener prisa por llegar a su destino o quizás huía de algo; por este motivo lo estaba siguiendo, bueno, por eso o tal vez por simple curiosidad.
Mi trabajo durante años ha sido analizar la forma de andar de la gente de mi ciudad; la forma de apoyar los pies, doblar las piernas al dar un paso, pequeños tic en el gesto de moverse…. Miraba cada persona que pasaba por delante de mi observatorio en forma de banco de madera y tomaba pequeños apuntes e insignificantes esbozos en una libreta azul preparada especialmente para la tarea. Mi vida estaba dedicada completamente a esta labor; por la mañana me sentaba en mi puesto y no me retiraba hasta bien entrada la noche, cuando regresaba a mi cuarto y ponía en orden las anotaciones del día.
Clasificaba las personas con nombres de animales: estaban los perros (pasos cortos pero de gran frecuencia), las tortugas (pasos aún más cortos y de poca frecuencia), los lobos (paso normal y cuerpo inclinado hacia delante, como queriendo comerse los metros que les quedan), los leopardos (prácticamente corriendo) e incluso los elefantes (aquellos que no aguantan el recorrido sin parar a reponer fuerzas en cada fuente que se encuentran). Muchos podrán pensar que mi trabajo era totalmente monótono y tienen razón, el sobresalto de cada día nunca se salía de la más común regularidad.
Pero todo parecía estar preparado para el día en que pasó por delante de mi banco el “animal” al que de ahora en adelante denominaré como el Ave. Era simplemente un hombre que vestía pantalones vaqueros, una chaqueta raída por los años y una visera roja; pero más allá de su vestimenta, y por eso destacó este individuo ante mis ojos, poseía la forma de caminar más extraña que yo, experto en la materia, había podido observar en largos días de contemplación y análisis. Andaba extremadamente rápido, bueno, si se puede decir que andaba, pues la definición correcta sería que volaba, ya que en ningún momento se vislumbraba que las suelas de sus zapatos tocaran el suelo. Mi asombro era tal que sin pensar, me levanté justo cuando el Ave superaba mi asiento e, incluso dejando mi libreta azul en el banco empecé a seguirlo a dónde quiera que fuera.
Doblaba las esquinas de las calles como si no existieran, como si el solamente avanzara recto sin tener que pararse en nimiedades. Algo que también me había llamado la atención cuando aún estaba sentado y el pasaba eran sus ojos: estaban desenfocados, sin rumbo, como si estuviera pensando en otra cosa. Me preguntaba si seguirían así.
Cuando el Ave se introdujo en el sendero, mis fuerzas empezaron a flaquear; llevaba muchísimo tiempo persiguiéndolo y la caminata tenía pinta de alargarse un buen rato más. Caminé unos metros más hasta que algo falló en mi interior; las piernas se doblaron y caí desplomado sin consciencia en la tierra. Tuve la fugaz visión de un tronco de un árbol marcado con una serie de letras que no conseguía leer y desperté. Me levante sacudiendo el polvo de mi ropa y vi al Ave parado un poco más adelante. Se había quitado la gorra dejando a la vista su total calvicie y tenía los brazos abiertos, como esperando el envite de algo que bien seguro lo derribaría. El pánico se apoderó inexplicablemente de mí y eché a correr hacia él. Cuando casi lo había alcanzado, este se revolvió y metió su mano derecha en un bolsillo de su chaqueta, me paré y observé lo que sacaba: una pequeña libreta azul. Me acerqué mirando fijamente a sus ojos verdes y, extendiendo la mano, cogí el cuaderno, lo abrí y vi que estaba lleno de frágiles letras y borrosos dibujos de piernas y pies. Levanté la cabeza y, sin decir nada, me giré, tiré un poco más adelante la libreta y regresé a mi puesto de trabajo pensando el la visión que había tenido del árbol marcado.

domingo, 21 de febrero de 2010

Interludio 2

Estira la mano, pues si no lo haces en este mismo momento, el paso se completará, la pierna descenderá y la cabeza no podrá volar. Un león abre sus fauces hambriento, con ganas de probar la naturaleza; un ratón mira desde su pedestal al para él gigante depredador y esboza el principio de una sonrisa. Las vocales se enlazan en el baile de la mirada perdida, no ven, pero piensan en colores.
Veo que tienes el dedo apuntando al Astro, siguiendo el flujo dorado; te entiendo sensacionalmente pero no desde mi punto de vista. Sigo tu camino imaginando formas inimaginables de flores fantásticas, de un sentimiento particular y definitorio. Cojo la hoja que se posa suavemente en el suelo y te la ofrezco después de que la rehúses; rompo lo que tu llamas tiempo pero que para mi recibe el nombre de aliento del Hilo. Mientras, un balón llega a mis pies, arrastrado por una altísima ola transparente, lo golpeo con rabia y al mismo tiempo acariciándolo como a la Dama, y grabo en mi memoria su trayectoria mientras que se introduce entre los palos de mi futura casa. Tu sigues señalando con calma infinita mientras el diente machaca y el barco cabalga excitado entre paredes. La atracción es una escalera que nunca nadie sobrepasó: una puerta cerrada, pero rota por los golpes de un portero impaciente, desde dentro. Agarro tu mano y te la mojo en acuarela carmesí para que golpees las nubes, para que dividas el astro en dos partes humanas; la Luna llora, Marte baila.
-El espacio se divide en dos partes: las cuerdas y el verde. Si lanzas al aire un cuerpo que posee una masa M, la musa actuará creando un vector de cuerdas que desafiará cual lanza puntiaguda a tu racionalidad; girará sin sentido aparente y con dirección invisible alrededor de tu mente, punzándola por cada pasada: te convertirás en eje humano.
Digo esto y el papel cae rayando con tinta tu cara, rompiendo tu dedo y condenándote a la mirada ensoñadora y perdida. Te encerrará en un cuarto donde el amor del azul acaricia la O, la A y la I como si fueran niños nonatos; una habitación donde la furia del rojo acompaña a la E por sus inciertos caminos; una estancia donde los demás colores sostienen, trémula, a la U, débil, enfermiza.
Estiras las piernas y te caes, el paso se completa, la pierna desciende y la cabeza vuela.
Y la masa se hizo cuerda.

martes, 16 de febrero de 2010

Tratado sobre el hierro

Hace tiempo que no lo veo; se colocaba frente a aquel banco, sacaba la cajetilla del bolsillo, un cigarillo y parsimoniosamente lo fumaba hasta que no quedaba absolutamente nada. Siempre me pregunté a que se dedicaba aquel hombre, que le pasaba por la cabeza cada vez que repetía la historia de todos los días.
La barba estaba acomodada sobre su cara como si fuera musgo salvaje, desaliñada de un modo extremo y sus ojos estaban siempre rodeados por una aureola oscura; sin embargo, en contraposición a esto, lucía un traje impecable con una elegancia fuera de lo común, como si fuera un desafío abierto al desorden y el mal gusto.
Llegaba andando por la acera y casi siempre miraba durante fugaces instantes la papelera de la esquina, como asegurándose de que seguía allí, que el mundo no lo traicionaba. Limpiaba el banco pasándole suavemente la mano, pero nunca se sentaba, sólo repetía lo mismo de todos los días.
Un día logré vislumbrar que era tabaco rubio, una buena marca; otro observé que nunca llevaba calcetines debajo de sus zapatos marrones; los demás solamente los dediqué a ensimismarme en la mera contemplación de tan destacado animal de costumbres.
Me atraía increíblemente, no físicamente ni por su forma de ser, pues nunca hablé con él, pero si de una forma díficil de explicar. Él era una parte de mi interior, una rueda dentada y oxidada que ya no hacía su trabajo; no giraba, permanecía quieta esperando algún estímulo particular que la pusiera en movimiento.
Un día simplemente no apareció y desde entonces el banco acumuló suciedad, pero la papelera no se movió de su lugar; sigue donde siempre.

jueves, 7 de enero de 2010

Un poche et une bête

Leo el folleto que cuelga de la puerta atraído por la curvatura de las letras. Pone que hoy se celebra el día de la atadura universal, siento curiosidad y entro.
Una habitación circular se extiende metros y metros mas allá de mi vista, después de un ancho pasillo totalmente recto. Las paredes están pintadas de verde y el suelo está cubierto por una especie de lona azul oscura. La piso y percibo el crujir de la madera debajo, siento las partículas de suelo amoldarse imperceptiblemente a mi pie como nubes. El pasillo me transmite una seguridad que me obliga a correr hacia la distante estancia. Llego sin aliento por la carrera y, aún agachado, escudriño el espacio que se abre. Las paredes tienen multitud de arañazos causados posiblemente por un perro, el piso es de duro mármol negro y el techo consta de una sección de material rojo blando por debajo de un revestimiento interior de piedra. En el medio descansa una silla apoyada en una gran lámpara y detrás de esta, se mantiene en precario equilibrio una especie de plato gigante unido al suelo por una varilla de metal colocada en un punto estratégico de la parte inferior de la superficie hecha de lo que parece ser porcelana. Me centro en la contemplación del plato y, sobre todo, de la multitud de objetos que hay encima de este; una brújula, una copa con un líquido amarillo, un terrón de azúcar, un cuadro de caóticos colores chillones, una piedra con el número uno dibujado de una forma extraña, un animal de juguete desconocido a mis ojos, un pañuelo amarillo y una astilla de madera. Me pongo delante del plato y lo toco. No se mueve, parece que está sujeto fuertemente con algo que no consigo ver ni entender. Muevo mi mano por el borde del mismo y este empieza a acompañar el movimiento con un lento giro, le imprimo mayor velocidad y observo como las cosas que se amontonan encima no se desplazan lo más mínimo. Algo se mueve dentro de mi cuerpo, mis manos responden dibujando con los dedos en el aire un copo de nieve perfecto. Aparece y lo agarro antes de que caiga manchando el suelo, me revuelvo y lo estrello contra la puerta de la entrada, que se abre dejando entrar una ráfaga de viento seco. La lámpara se apaga y del plato cae primero el animal de juguete y después, la astilla de madera, que se clava fuertemente en su lomo. La espalda perforada del ser me hace generar imágenes en mi cabeza de un chico matando a su padre en un camino y de un barco naufragrando en las dunas del desierto contiguo a una bella ciudad desierta. Me toco el pelo y rasco el ojo izquierdo. Centro ahora mi vista en la brújula y veo que le falta la flecha y que, por lo tanto, ya no marca ninguna dirección. Estoy seguro de que el norte queda a mi derecha pero eso sólo pasa por mi mente un fugaz momento. Enciendo otra vez la lámpara y me siento por primera vez en la silla, columpiandome delante a atrás y haciendo chirriar sus patas. Alargo la mano y cojo del plato la piedra dibujada y el pañuelo; doblo este con gran cuidado y lo uso para envolverla, después la coloco en el suelo y me quedo mirando hacia el frente. Me revuelvo en la silla y me levanto, me pongo a caminar en círculos alrededor del centro de la habitación y comienzo a preguntarme como podían ser tan redondeadas las letras del cartel de la entrada. Dejo de pensar, agarro la lámpara, la levanto en el aire y la coloco tumbada en el suelo por debajo del plato, justo tocando a la varilla metálica. Cojo la copa rellena del néctar color ámbar y me doy cuenta de la naturaleza del fluido; esperando el mal sabor del mismo, le echo el azúcar y me lo bebo todo de un trago. Lo primero que aparece ante mis ojos es un trozo rectangular de tierra que gira descontroladamente en el aire, la agarro y una puerta se abre en la estancia donde antes sólo había pared. Giro la manilla y la atravieso, pisando acera gris.
La ciudad sigue como siempre la recordaba y la pastelería de enfrente sigue dándome la impresión de que se esconde a sí misma, de que comprime sus propias paredes. Un taxi se acerca rápidamente por la calzada, levanto la mano y me subo en el asiento de delante, al lado del conductor. La urbe avanza a mis ojos tranquila y pausadamente; veo un gato arañando en una esquina a un señor mayor y a un individuo trajeado corriendo detrás de los muros de lo que parece un bufete de abogados. Me bajo cientos de metros más allá del punto de partida y subo las escaleras que llevan a un conocido parque. Avanzo entre árboles y veo una papelera del revés tirada en el suelo, al lado de un montón de arena oscura. Me agacho y agarro tanta como cabe en mis dos manos, la miro y la introduzco en el recipiente tirado. Continuo mi paseo por el espacio verde y salgo a una calle que parece ser céntrica, muy transitada por vehículos, pero con pocos viandantes. Desde la salida del parque hasta mi parada enfrente de la tienda no me cruzo con nadie, lo que me da unos preciosos momentos para ver la puesta del sol detrás de un edificio. Bajo la vista y compruebo la presencia de la palabra “abierto” en el cartel de la puerta, entro y salgo en breves momentos con un paraguas en la mano. Lo abro y doblo la siguiente esquina sin cruzar la calle. Miro la casa de enfrente, llena de pintadas, y compruebo los carácteres malamente leíbles que la adornan; la bordeo y paro delante de una gran entrada franqueada por dos columnas marmóreas. Cierro el paraguas y me meto con prisa en el interior de la gigantesca estructura.
La geometría marcada con cortantes aristas es predominante en la sala y un cisne negro adorna el techo de la misma. El pájaro carece de plumas, pero presenta lo que parece ser un suave pelaje que, a pesar de su tono oscuro, desprende ante mis ojos ocasionales destellos amarillentos. Frente a mi una escalera, y después del último de sus escalones, una puerta que contiene tras de sí una honda cámara cóncava. Me deslizo resbalando por el curvado suelo y llego al centro, donde un pequeño agujero de pocos centímentros descansa en perfecto equilibrio con el paisaje. Me acuesto forzadamente y pongo mi ojo derecho en el agujero, esperando ver algo de claridad en el interior. El fondo del diminuto pozo está iluminado sutilmente por un débil haz verdoso y deja ver un trozo de cuerda tan pequeño que, cuando introduzco tres dedos en el interior, casi consigue huir de su abrazo. Saco el diminuto pedazo y lo observo detalladamente, de pie, con la espalda totalmente recta. Está hecho de un hilo oscuro y parece muy resistente, como si formara parte de algo irrompible. Lo guardo en el bolsillo y escalo por el suelo de la habitación hasta llegar a la puerta previamente cerrada; salgo al vestíbulo y me paro ante la salida. Un trozo de papel está pegado delante de mi y muestra solamente la imagen de una flecha apuntando hacia la izquierda. Me giro en esa dirección y veo una cortina ligeramente apartada, la sobrepaso y cruzo cinco puertas consecutivas hasta aparecer en un lugar donde los colores me ciegan a causa de su brillantez. Entreabro el ojo derecho y veo un traje rojo que cuelga en el aire enfrente de mí. Sin vista, me desnudo y me pongo tanto el pantalón como la chaqueta del conjunto. Me revuelvo y echo a correr hacia mi izuierda con la intención de encontrar un espejo. Choco contra algo duro y me parece perder la conciencia.
Unas rejas acarician mis manos y les impiden agarrar el aire, me miro y solo veo unos zapatos azules sobre mis pies, sin calzar. Me pongo de puntillas y veo que por encima de los barrotes hay el hueco necesario para que un hombre de mi tamaño se deslice al exterior. Mi cuerpo desnudo se hace numerosas heridas contra la parte superior de los hierros pero consigo salir por fin a la calle. Siento una tremenda curiosidad y comienzo a correr por la acera hacia el lugar donde caen las hojas.