jueves, 7 de enero de 2010

Un poche et une bête

Leo el folleto que cuelga de la puerta atraído por la curvatura de las letras. Pone que hoy se celebra el día de la atadura universal, siento curiosidad y entro.
Una habitación circular se extiende metros y metros mas allá de mi vista, después de un ancho pasillo totalmente recto. Las paredes están pintadas de verde y el suelo está cubierto por una especie de lona azul oscura. La piso y percibo el crujir de la madera debajo, siento las partículas de suelo amoldarse imperceptiblemente a mi pie como nubes. El pasillo me transmite una seguridad que me obliga a correr hacia la distante estancia. Llego sin aliento por la carrera y, aún agachado, escudriño el espacio que se abre. Las paredes tienen multitud de arañazos causados posiblemente por un perro, el piso es de duro mármol negro y el techo consta de una sección de material rojo blando por debajo de un revestimiento interior de piedra. En el medio descansa una silla apoyada en una gran lámpara y detrás de esta, se mantiene en precario equilibrio una especie de plato gigante unido al suelo por una varilla de metal colocada en un punto estratégico de la parte inferior de la superficie hecha de lo que parece ser porcelana. Me centro en la contemplación del plato y, sobre todo, de la multitud de objetos que hay encima de este; una brújula, una copa con un líquido amarillo, un terrón de azúcar, un cuadro de caóticos colores chillones, una piedra con el número uno dibujado de una forma extraña, un animal de juguete desconocido a mis ojos, un pañuelo amarillo y una astilla de madera. Me pongo delante del plato y lo toco. No se mueve, parece que está sujeto fuertemente con algo que no consigo ver ni entender. Muevo mi mano por el borde del mismo y este empieza a acompañar el movimiento con un lento giro, le imprimo mayor velocidad y observo como las cosas que se amontonan encima no se desplazan lo más mínimo. Algo se mueve dentro de mi cuerpo, mis manos responden dibujando con los dedos en el aire un copo de nieve perfecto. Aparece y lo agarro antes de que caiga manchando el suelo, me revuelvo y lo estrello contra la puerta de la entrada, que se abre dejando entrar una ráfaga de viento seco. La lámpara se apaga y del plato cae primero el animal de juguete y después, la astilla de madera, que se clava fuertemente en su lomo. La espalda perforada del ser me hace generar imágenes en mi cabeza de un chico matando a su padre en un camino y de un barco naufragrando en las dunas del desierto contiguo a una bella ciudad desierta. Me toco el pelo y rasco el ojo izquierdo. Centro ahora mi vista en la brújula y veo que le falta la flecha y que, por lo tanto, ya no marca ninguna dirección. Estoy seguro de que el norte queda a mi derecha pero eso sólo pasa por mi mente un fugaz momento. Enciendo otra vez la lámpara y me siento por primera vez en la silla, columpiandome delante a atrás y haciendo chirriar sus patas. Alargo la mano y cojo del plato la piedra dibujada y el pañuelo; doblo este con gran cuidado y lo uso para envolverla, después la coloco en el suelo y me quedo mirando hacia el frente. Me revuelvo en la silla y me levanto, me pongo a caminar en círculos alrededor del centro de la habitación y comienzo a preguntarme como podían ser tan redondeadas las letras del cartel de la entrada. Dejo de pensar, agarro la lámpara, la levanto en el aire y la coloco tumbada en el suelo por debajo del plato, justo tocando a la varilla metálica. Cojo la copa rellena del néctar color ámbar y me doy cuenta de la naturaleza del fluido; esperando el mal sabor del mismo, le echo el azúcar y me lo bebo todo de un trago. Lo primero que aparece ante mis ojos es un trozo rectangular de tierra que gira descontroladamente en el aire, la agarro y una puerta se abre en la estancia donde antes sólo había pared. Giro la manilla y la atravieso, pisando acera gris.
La ciudad sigue como siempre la recordaba y la pastelería de enfrente sigue dándome la impresión de que se esconde a sí misma, de que comprime sus propias paredes. Un taxi se acerca rápidamente por la calzada, levanto la mano y me subo en el asiento de delante, al lado del conductor. La urbe avanza a mis ojos tranquila y pausadamente; veo un gato arañando en una esquina a un señor mayor y a un individuo trajeado corriendo detrás de los muros de lo que parece un bufete de abogados. Me bajo cientos de metros más allá del punto de partida y subo las escaleras que llevan a un conocido parque. Avanzo entre árboles y veo una papelera del revés tirada en el suelo, al lado de un montón de arena oscura. Me agacho y agarro tanta como cabe en mis dos manos, la miro y la introduzco en el recipiente tirado. Continuo mi paseo por el espacio verde y salgo a una calle que parece ser céntrica, muy transitada por vehículos, pero con pocos viandantes. Desde la salida del parque hasta mi parada enfrente de la tienda no me cruzo con nadie, lo que me da unos preciosos momentos para ver la puesta del sol detrás de un edificio. Bajo la vista y compruebo la presencia de la palabra “abierto” en el cartel de la puerta, entro y salgo en breves momentos con un paraguas en la mano. Lo abro y doblo la siguiente esquina sin cruzar la calle. Miro la casa de enfrente, llena de pintadas, y compruebo los carácteres malamente leíbles que la adornan; la bordeo y paro delante de una gran entrada franqueada por dos columnas marmóreas. Cierro el paraguas y me meto con prisa en el interior de la gigantesca estructura.
La geometría marcada con cortantes aristas es predominante en la sala y un cisne negro adorna el techo de la misma. El pájaro carece de plumas, pero presenta lo que parece ser un suave pelaje que, a pesar de su tono oscuro, desprende ante mis ojos ocasionales destellos amarillentos. Frente a mi una escalera, y después del último de sus escalones, una puerta que contiene tras de sí una honda cámara cóncava. Me deslizo resbalando por el curvado suelo y llego al centro, donde un pequeño agujero de pocos centímentros descansa en perfecto equilibrio con el paisaje. Me acuesto forzadamente y pongo mi ojo derecho en el agujero, esperando ver algo de claridad en el interior. El fondo del diminuto pozo está iluminado sutilmente por un débil haz verdoso y deja ver un trozo de cuerda tan pequeño que, cuando introduzco tres dedos en el interior, casi consigue huir de su abrazo. Saco el diminuto pedazo y lo observo detalladamente, de pie, con la espalda totalmente recta. Está hecho de un hilo oscuro y parece muy resistente, como si formara parte de algo irrompible. Lo guardo en el bolsillo y escalo por el suelo de la habitación hasta llegar a la puerta previamente cerrada; salgo al vestíbulo y me paro ante la salida. Un trozo de papel está pegado delante de mi y muestra solamente la imagen de una flecha apuntando hacia la izquierda. Me giro en esa dirección y veo una cortina ligeramente apartada, la sobrepaso y cruzo cinco puertas consecutivas hasta aparecer en un lugar donde los colores me ciegan a causa de su brillantez. Entreabro el ojo derecho y veo un traje rojo que cuelga en el aire enfrente de mí. Sin vista, me desnudo y me pongo tanto el pantalón como la chaqueta del conjunto. Me revuelvo y echo a correr hacia mi izuierda con la intención de encontrar un espejo. Choco contra algo duro y me parece perder la conciencia.
Unas rejas acarician mis manos y les impiden agarrar el aire, me miro y solo veo unos zapatos azules sobre mis pies, sin calzar. Me pongo de puntillas y veo que por encima de los barrotes hay el hueco necesario para que un hombre de mi tamaño se deslice al exterior. Mi cuerpo desnudo se hace numerosas heridas contra la parte superior de los hierros pero consigo salir por fin a la calle. Siento una tremenda curiosidad y comienzo a correr por la acera hacia el lugar donde caen las hojas.