domingo, 21 de febrero de 2010

Interludio 2

Estira la mano, pues si no lo haces en este mismo momento, el paso se completará, la pierna descenderá y la cabeza no podrá volar. Un león abre sus fauces hambriento, con ganas de probar la naturaleza; un ratón mira desde su pedestal al para él gigante depredador y esboza el principio de una sonrisa. Las vocales se enlazan en el baile de la mirada perdida, no ven, pero piensan en colores.
Veo que tienes el dedo apuntando al Astro, siguiendo el flujo dorado; te entiendo sensacionalmente pero no desde mi punto de vista. Sigo tu camino imaginando formas inimaginables de flores fantásticas, de un sentimiento particular y definitorio. Cojo la hoja que se posa suavemente en el suelo y te la ofrezco después de que la rehúses; rompo lo que tu llamas tiempo pero que para mi recibe el nombre de aliento del Hilo. Mientras, un balón llega a mis pies, arrastrado por una altísima ola transparente, lo golpeo con rabia y al mismo tiempo acariciándolo como a la Dama, y grabo en mi memoria su trayectoria mientras que se introduce entre los palos de mi futura casa. Tu sigues señalando con calma infinita mientras el diente machaca y el barco cabalga excitado entre paredes. La atracción es una escalera que nunca nadie sobrepasó: una puerta cerrada, pero rota por los golpes de un portero impaciente, desde dentro. Agarro tu mano y te la mojo en acuarela carmesí para que golpees las nubes, para que dividas el astro en dos partes humanas; la Luna llora, Marte baila.
-El espacio se divide en dos partes: las cuerdas y el verde. Si lanzas al aire un cuerpo que posee una masa M, la musa actuará creando un vector de cuerdas que desafiará cual lanza puntiaguda a tu racionalidad; girará sin sentido aparente y con dirección invisible alrededor de tu mente, punzándola por cada pasada: te convertirás en eje humano.
Digo esto y el papel cae rayando con tinta tu cara, rompiendo tu dedo y condenándote a la mirada ensoñadora y perdida. Te encerrará en un cuarto donde el amor del azul acaricia la O, la A y la I como si fueran niños nonatos; una habitación donde la furia del rojo acompaña a la E por sus inciertos caminos; una estancia donde los demás colores sostienen, trémula, a la U, débil, enfermiza.
Estiras las piernas y te caes, el paso se completa, la pierna desciende y la cabeza vuela.
Y la masa se hizo cuerda.

martes, 16 de febrero de 2010

Tratado sobre el hierro

Hace tiempo que no lo veo; se colocaba frente a aquel banco, sacaba la cajetilla del bolsillo, un cigarillo y parsimoniosamente lo fumaba hasta que no quedaba absolutamente nada. Siempre me pregunté a que se dedicaba aquel hombre, que le pasaba por la cabeza cada vez que repetía la historia de todos los días.
La barba estaba acomodada sobre su cara como si fuera musgo salvaje, desaliñada de un modo extremo y sus ojos estaban siempre rodeados por una aureola oscura; sin embargo, en contraposición a esto, lucía un traje impecable con una elegancia fuera de lo común, como si fuera un desafío abierto al desorden y el mal gusto.
Llegaba andando por la acera y casi siempre miraba durante fugaces instantes la papelera de la esquina, como asegurándose de que seguía allí, que el mundo no lo traicionaba. Limpiaba el banco pasándole suavemente la mano, pero nunca se sentaba, sólo repetía lo mismo de todos los días.
Un día logré vislumbrar que era tabaco rubio, una buena marca; otro observé que nunca llevaba calcetines debajo de sus zapatos marrones; los demás solamente los dediqué a ensimismarme en la mera contemplación de tan destacado animal de costumbres.
Me atraía increíblemente, no físicamente ni por su forma de ser, pues nunca hablé con él, pero si de una forma díficil de explicar. Él era una parte de mi interior, una rueda dentada y oxidada que ya no hacía su trabajo; no giraba, permanecía quieta esperando algún estímulo particular que la pusiera en movimiento.
Un día simplemente no apareció y desde entonces el banco acumuló suciedad, pero la papelera no se movió de su lugar; sigue donde siempre.