martes, 16 de febrero de 2010

Tratado sobre el hierro

Hace tiempo que no lo veo; se colocaba frente a aquel banco, sacaba la cajetilla del bolsillo, un cigarillo y parsimoniosamente lo fumaba hasta que no quedaba absolutamente nada. Siempre me pregunté a que se dedicaba aquel hombre, que le pasaba por la cabeza cada vez que repetía la historia de todos los días.
La barba estaba acomodada sobre su cara como si fuera musgo salvaje, desaliñada de un modo extremo y sus ojos estaban siempre rodeados por una aureola oscura; sin embargo, en contraposición a esto, lucía un traje impecable con una elegancia fuera de lo común, como si fuera un desafío abierto al desorden y el mal gusto.
Llegaba andando por la acera y casi siempre miraba durante fugaces instantes la papelera de la esquina, como asegurándose de que seguía allí, que el mundo no lo traicionaba. Limpiaba el banco pasándole suavemente la mano, pero nunca se sentaba, sólo repetía lo mismo de todos los días.
Un día logré vislumbrar que era tabaco rubio, una buena marca; otro observé que nunca llevaba calcetines debajo de sus zapatos marrones; los demás solamente los dediqué a ensimismarme en la mera contemplación de tan destacado animal de costumbres.
Me atraía increíblemente, no físicamente ni por su forma de ser, pues nunca hablé con él, pero si de una forma díficil de explicar. Él era una parte de mi interior, una rueda dentada y oxidada que ya no hacía su trabajo; no giraba, permanecía quieta esperando algún estímulo particular que la pusiera en movimiento.
Un día simplemente no apareció y desde entonces el banco acumuló suciedad, pero la papelera no se movió de su lugar; sigue donde siempre.

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